fuente:https://heliodorovalle.iib.unam.mx/ponencias/rafael_heliodoro_valle_estudio_biografico
I PARTE DE LA BIOGRAFIA
“¡Valle de Anáhuac!” Con estas palabras, el escritor colombiano Germán Arciniegas dio la bienvenida en la ciudad de México a su amigo Rafael Heliodoro Valle, un día de abril de 1951, cuando procedente de Washington, donde desempeñaba el cargo de embajador de Honduras, llegó para asistir al Primer Congreso de Academias de la Lengua Española.
Nuestro personaje nacido el 3 de julio de 1891 en Comayagüela, uno de los principales suburbios que conformaban Tegucigalpa, capital de Honduras donde —según él— la vida era regulada por la campana parroquial, desde el ángelus matutino hasta el toque de la oración de vísperas, era, al inicio de la década de 1950, un hombre de letras, historiador, bibliógrafo y periodista reconocido en todo el continente americano.
Su padre Felipe Valle, de oficio carpintero era hijo, a su vez, de Eusebio Montoya y de Petronila Valle. Su madre, Ángela Hernández de Valle, dedicada a las labores del hogar, era hija de don Olegario Varela, un acaudalado comerciante de Yoro (una de las nueve subdelegaciones de Gracias a Dios, perteneciente a la intendencia de Comayagua).
Rafael Heliodoro fue bautizado en Tegucigalpa por don José Leonardo Vigil, gran orador eclesiástico que tenía entre sus deudos al vicepresidente Diego Vigil, uno de los compañeros del prócer Francisco Morazán en sus días más difíciles. El padre de Rafael quiso perpetuar en él el nombre de su primo Rafael Valle, además lo llamó Heliodoro por respeto al santoral católico, dicho nombre corresponde al día de nacimiento de su primogénito. Después de Rafael, hubo dos hijos más: Bernardo y Abelardo.
Gran parte de la infancia de Rafael Heliodoro transcurrió al lado de su abuela paterna, doña Petronila, mujer determinante en su formación. Ocupaban la casa que fuera propiedad de don Hermenegildo, tío abuelo de Rafael, ubicada en la calle Real de Comayagüela. Estaba construida en dos pisos y era la primera de esa clase que había en el mencionado suburbio. En esa misma calle, llamada actualmente Avenida de los Poetas, nacieron Juan Ramón Molina, Luis Andrés Zúñiga, Alonso A. Brito, Valentín y Rómulo E. Durón, Salvador Turcios Ramírez y Guillermo Bustillo Reina, todos ellos destacados artífices de las letras hondureñas.
Las primeras referencias sobre su infancia y sus experiencias tristes por las constantes guerras civiles en su patria aparecen sublimadas, posteriormente, en sus escritos en prosa y verso, y años más tarde, ya en México, revelaría que desde el umbral de su casa paterna había visto pasar, ante sus ojos de niño, al general Terencio Sierra y a los doctores Marco Aurelio Soto y Policarpo Bonilla, personalidades que en algún momento se entrelazaron con su vida y fueron determinantes en su quehacer intelectual.
El talento de Rafael Heliodoro, manifiesto a temprana edad, no fue producto de generación espontánea: su bisabuelo materno, don Gabriel Reyes, era hermano del gran civilizador hondureño José Trinidad Reyes, fundador de la Universidad de Honduras en 1847, poeta y humanista cuya luz iluminó Honduras a mediados del siglo xix. De la misma familia, también por vía femenina, doña Isidora Rosa fue madre de otro ilustre hondureño: Ramón Rosa. Así, es evidente que el talento y la inteligencia latente en la sangre de estos próceres confluyó en Rafael Heliodoro Valle.
Aunque perteneció a una familia de condición humilde, con sacrificios superaron las crisis económicas y lo registraron, a la edad de cinco años, en una escuela privada de la localidad. Aquí aprendió las primeras letras en el libro de Luis Felipe Mantilla, obra que contenía narraciones de Espronceda y poemas de Juan de Dios Peza; de ahí quizá su temprano gusto por la literatura y la poesía, a las cuales se entregó desde muy joven.
En aquella escuela cursó los cinco grados primarios y, una vez que los concluyó, ingresó al Instituto Nacional de Tegucigalpa, dirigido entonces por el doctor José Leonard, un polaco que había sido periodista en España para luego convertirse en educador con largo historial en Nicaragua. “Recuerdo —escribiría posteriormente Valle— que en el libro de geografía se me asomó, por vez primera, el rostro de México”.
En 1906 se matriculó en la Escuela Normal de Varones dirigida por don Pedro Nufio, uno de los más grandes educadores que ha tenido Centroamérica. Ahí reveló Valle su carácter propenso a las iniciativas: en compañía de dos de sus condiscípulos, uno de ellos Ernesto Divanna, publicó un periódico manuscrito que tituló Topacio. En ese momento Rafael usó su primer seudónimo: Pico de la Mirándola, que habría de emplear posteriormente en México. En ese año dio a conocer también varios artículos en la prensa hondureña y en la revista Honduras, que aparecía semanalmente.
Gracias a la claridad y limpieza de su prosa, en 1907 el director del diario hondureño La Prensa, Paulino Valladares lo invitó a colaborar en dicho periódico. Esos artículos, ya fueran biográficos o históricos, llevaban por título “Efemérides” y versaban sobre toda clase de temas interamericanos. El primero fue acerca del prócer hondureño Ramón Rosa; luego vinieron otros sobre personalidades de la historia de México como Agustín de Iturbide, don Miguel Hidalgo y Costilla y, posteriormente, la vida de destacados personajes centroamericanos como Morazán, José Cecilio del Valle, Trinidad Cabañas, los guatemaltecos Justo Rufino Barrios y Barrundia, el cubano Antonio Maceo y el argentino José de San Martín. Por sus méritos, estos trabajos dejaron de aparecer al lado del santoral del día y pasaron a la página principal, donde editorializaba el director.
La atracción que México ejerció en él desde sus años de adolescente lo motivó a publicar un artículo sobre el prócer mexicano Benito Juárez en el diario señalado. Nunca hubiera imaginado el joven hondureño que su trabajo, considerado la sensación de la semana, le abriría las puertas del territorio mexicano.
Sorprendido por aquel texto, el cónsul de México en Honduras, general José Manuel Gutiérrez Zamora, invitó al escritor en ciernes a verlo en su despacho, y ahí le preguntó si le gustaría estudiar en nuestro país. Rafael Heliodoro Valle respondió afirmativamente y el diplomático le ofreció gestionarle una beca con ayuda del presidente de Honduras, don Miguel R. Dávila.
El 6 de febrero de 1908, Rafael Heliodoro salió del puerto de Amapala hacia la ciudad de México. En su veliz, llevaba tres cartas de presentación que le había entregado el poeta hondureño doctor Rómulo E. Durón: una para el bardo Juan de Dios Peza, otra para el coronel Lázaro Pavía y una tercera para Enrique Fernández Granados, subdirector en ese entonces de la Biblioteca Nacional de México.
Juan de Dios Peza fue la primera mano amiga que Valle encontró en nuestro país. Refería el hondureño que poseía una biblioteca de obras mexicanas de primer orden y, sobre todo, un archivero en que conservaba cartas de Emilio Castelar, Ricardo Palma, José Martí, Jorge Isaacs y múltiples hombres de letras que dejaron en epístolas importante literatura impregnada de calor humano.
Con el “poeta del hogar”, como se conocía a Peza, el joven estudiante recorrió las calles del México antiguo y se sumergió en la literatura de este país que aquél atesoraba en su biblioteca; en buena medida, el quehacer artístico del hondureño se definió en ese momento, y aquella inicial atracción por nuestro suelo se consolidó definitivamente. En sus escritos de aquellos años, Valle recordaba que a Juan de Dios Peza le debía el haberse enamorado profundamente de la historia de México.
Así como Rómulo E. Durón le dio a Rafael Heliodoro Valle tres cartas de recomendación al salir de Honduras, Peza le proporcionó otras tantas: una para José Micoló, la segunda para Rodríguez Parra y la última para Heriberto Barrón, editor del diario La República. En 1909, Valle colaboró regularmente en este periódico, que aceptaba sus artículos sin darle a cambio remuneración alguna. No obstante, por la calidad de sus trabajos, Barrón lo invitó a redactar la crónica del banquete de inauguración del Congreso de Periodistas, efectuado en el Tívoli del Elíseo, y por la excelencia del resultado fue doblemente gratificado: recibió por su crónica veinte pesos y tuvo la oportunidad de conocer a don Nemesio García Naranjo, con quien mantuvo amistad y correspondencia durante largos años.
Rafael Heliodoro Valle, poseedor de un espíritu inquieto, no se conformó solamente con la ayuda que Juan de Dios Peza le brindaba. Enterado de las relaciones que podía establecer si asistía a las reuniones celebradas periódicamente en casa de algún literato conocido, el hondureño se convirtió en uno de los más asiduos asistentes a las tertulias del poeta Luis G. Urbina, a la sazón secretario particular de don Justo Sierra en la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, y ahí pudo relacionarse con personalidades como Pedro Henríquez Ureña, Artemio de Valle Arizpe, Nicolás Rangel, José Juan Tablada, Eduardo Colín y Ricardo Arenales.
Cualquier foro para desahogar su pasión por la literatura y la historia fue aprovechado por Valle. Así, en septiembre de 1909, pronunció un discurso en homenaje a los Niños Héroes de Chapultepec en representación de la Escuela Normal de Maestros, a la que había ingresado para realizar sus estudios de profesor normalista el 27 de marzo de 1908. Con motivo de la visita del famoso educador español Rafael Altamira a ese establecimiento, el 31 de enero de 1910, el joven estudiante hondureño dictó una conferencia titulada “Centroamérica irredenta y angustiada”, que fue muy elogiada. Por la noche, se invitó a los tres alumnos más brillantes de la institución al banquete que se ofreció a Altamira en el Casino Español, y uno de ellos fue Rafael Heliodoro Valle.
Para nuestro personaje el año de 1910 fue muy intenso. Gracias a sus excelentes calificaciones y a que ya se conocían en la Escuela Normal sus dotes de orador y poeta, fue elegido delegado al Primer Congreso de Estudiantes de México, en representación de la institución educativa a la que pertenecía. En el Congreso estuvo acompañado de sus compañeros Basilio Vadillo, electo gobernador del estado de Jalisco en 1921 y de Juan B. Ormachea, con quienes había formado la sociedad “Ignacio Manuel Altamirano”. Fue además orador oficial en el banquete de inauguración del nuevo edificio de la Escuela Normal, el 21 de septiembre, donde se le concedió el honor de leer un “Elogio al Maestro” frente al presidente de la república, general Porfirio Díaz, sus ministros de estado, siete embajadores y los cinco representantes diplomáticos de Centroamérica.
Muy honrosa fue también la designación de Valle para escribir una “Arenga lírica en loor de Juárez, en nombre de la juventud estudiantil, en la gran fiesta secular de la Independencia”, leída el 19 de septiembre en el hemiciclo al Benemérito de las Américas, y el haber sido invitado a la ciudad de Toluca para pronunciar un discurso en honor de Juárez y un poema suyo titulado “Oda A Juárez”.
Después de muchas privaciones y penurias, logró graduarse como maestro el 16 de octubre de 1911. Su tesis versó sobre la caída de México en poder de Hernán Cortés. Sin embargo, la incipiente actividad periodística que había emprendido en su natal Honduras fue la que le abrió las puertas de México y ello cobró mayor fuerza en su ánimo. Una vez concluidos sus estudios en la escuela Normal, pudo disponer de mayor tiempo para entrar en contacto con los responsables de los principales diarios y revistas culturales, a quienes les solicitó lo admitieran como colaborador.
A las primeras cartas de recomendación proporcionadas por Juan de Dios Peza se sumaron las de otras personalidades que, al conocer su trayectoria en la Escuela Normal, no dudaron en brindarle apoyo. Gracias al nicaragüense Teófilo Guzmán entró al Diario del Hogar de don Filomeno Mata. Ahí trabajó como ayudante de las páginas de sociales, que dirigía doña Dolores Jiménez y Muro, y tuvo la oportunidad de publicar su primer artículo fuera de Honduras, titulado “Salve, oh, México”.
El director de la Escuela Normal, don Leopoldo Kiel, lo presentó al poeta José Juan Tablada, colaborador de uno de los mejores diarios de la ciudad de México: El Imparcial, periódico porfirista por antonomasia. Valle al recordar estos días señalaba que “Tablada tenía una bella casa estilo japonés con un jardín en el que no faltaban bambúes, además de una biblioteca que tenía preciosidades bibliográficas”.
Por esos días Rafael Heliodoro ingresó también a la redacción de las revistas Artes y Letras y La Semana Ilustrada, publicaciones al servicio del régimen de Porfirio Díaz. Con el auxilio pecuniario de sus padres, que residían en Honduras, y del profesor Leopoldo Kiel, pudo editar su primer libro de poemas en 1911: El rosal del ermitaño, impreso en la tipografía de don Carlos de Gante, ubicada en la calle de San Mateo, barrio de Churubusco. En cuanto salió a la luz lo envió a varias personalidades, entre ellas don Francisco Sosa, director de la Biblioteca Nacional.
A la muerte de Juan de Dios Peza en 1910, Rafael Heliodoro Valle tuvo que abrirse camino solo. Gracias a su reconocido talento y a su relación amistosa con el escritor y periodista Luis G. Urbina fue propuesto como escribiente de la comisión redactora de la Antología del Centenario, obra que por encargo de don Justo Sierra estaban elaborando los también escritores Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel. Esta actividad permitió a Valle darse a conocer profesionalmente con los miembros de dicha comisión, consolidar su amistad con Henríquez Ureña y otros notables literatos.
Cuando estalló la rebelión encabezada en el norte del país por Pascual Orozco en contra del presidente Francisco I. Madero, el doctor Alberto Membreño, ministro plenipotenciario de Honduras en México, recibió órdenes del gobierno hondureño de salir del país para desempeñar el cargo de ministro de su nación en Washington. Incluso así, no se dio por vencido e hizo su máximo esfuerzo en favor de Valle. Antes de partir envió a Rafael una carta donde lo conminaba a sobreponerse a todas las dificultades y a entrevistarse con el señor Juan Sánchez Azcona, secretario particular de Madero, a quien Membreño pidió ayuda a favor de su joven paisano.
Lamentablemente los acontecimientos políticos del país truncaron los deseos de Valle de quedarse en él, pues algunas personalidades de las letras mexicanas comprometidas en ayudarlo abandonaron la capital de la República, dejándolo sin el respaldo que tanto necesitaba. Con la mirada llena de mexicanidad salió rumbo a Honduras por la ruta de Nueva Orleáns. De ahí, a bordo de un barco frutero, llegó al puerto La Ceiba, para luego, con el auxilio de una recua de mulas, recorrer el trayecto hasta Tegucigalpa.
Así como cuatro años atrás había llegado a México con tres cartas de recomendación, ahora regresaba a su natal Honduras con su título de maestro, la primera edición de su libro de poesías El rosal del ermitaño y una carta que le enviara desde París, el 3 de junio de 1911, el poeta que más admiró Valle toda su vida: Rubén Darío.
Sin conocer personalmente al poeta nicaragüense, el joven maestro le había remitido, hasta la ciudad luz donde radicaba, un ejemplar de su primera colección de versos. El autor de Azul contestó así: “Sr. don Rafael Heliodoro Valle. Tacuba. Méx. Mí distinguido señor: Mil gracias por su carta gentil y por su bello regalo. Leeré sus páginas todas con placer, pues por las pocas que hasta ahora he visto, le envío mis cordiales felicitaciones. El talento es joya de Honduras. Soy su Afmo. R. Darío.”
De regreso a su país de origen, fundó el Ateneo de Honduras junto con otros destacados compatriotas, entre ellos Alfonso Guillén Zelaya, Joaquín Bonilla, Adán Canales, Froylán Turcios y Pedro Nufio. Gracias al Ateneo, se mantenían al día de los trabajos poéticos y literarios de los principales autores latinoamericanos. El Mundial Magazine, de Darío, encabezaba la lista de fuentes informativas al respecto. Sin embargo, contra lo que Valle deseaba encontrar después de cuatro años de ausencia: una Honduras más progresista, con una pujante vida cultural y capaz de ofrecerle una gama de posibilidades para desempeñarse profesionalmente, Tegucigalpa seguía siendo un pueblo pobre donde la vida, para quien no estaba incluido en la nómina burocrática, era muy difícil.
La situación de Rafael Heliodoro Valle, desprovista de estímulos para cualquier programa intelectual, se tornó abrumadora y su deseo de regresar lo antes posible a México se hizo constante. Por una inexplicable razón, su anhelado regreso resultaba cada vez más improbable, y el desasosiego provocado por ello se tradujo en una nutrida correspondencia con sus amigos mexicanos. En misiva enviada al poeta Rafael López, le comentaba a éste: “Cuando recibo cartas de México ya me pongo en vísperas de retornar al lado de todos ustedes, a la lucha encendida y celeste donde se riegan versos y se abren sensitivas.”
Su desesperación por salir de Honduras llegó a tal punto que dejó de pensar en México como único destino posible. Consideró que vivir en cualquier lugar fuera de su patria era mejor que quedarse y consumirse lentamente ahí. Escribió entonces al presidente de su país, Francisco Bertrand, para ofrecerle sus servicios como investigador en el Archivo de Indias de Sevilla, con el fin de que Honduras se preparara para el litigio de límites con Guatemala que tendría curso durante 1914.
Un año tardó todavía en aclararse el panorama de Rafael Heliodoro Valle. En 1914, debido a la conflagración mundial, no se concretó su estancia en España. No obstante, el presidente Bertrand le ofreció el cargo de canciller en Mobila, Alabama. Así, ingresó al servicio exterior de su nación, lo cual culminaría con el nombramiento de embajador extraordinario y ministro plenipotenciario de Honduras en Washington en 1949.
Ahí tuvo la suerte de encontrarse con el cónsul doctor Timoteo Miralda, hombre cordial y comprensivo que le permitió a Rafael acudir al Consulado sólo algunos días de la semana, para que pudiera dedicarse al estudio del inglés. Los asuntos que llegaban a la Cancillería eran por lo general escasos y de poca importancia, lo que permitió al joven hondureño leer, estudiar, intercambiar copiosa correspondencia tanto con sus amigos de México como con sus paisanos y asistir a varios acontecimientos culturales.
Valle nunca tuvo con Miralda dificultad alguna, a su lado aprendió todo lo relativo a la vida y las tareas consulares como trámites, protocolos y asuntos internacionales. Además, aprovechó la amistad que su jefe había tenido con Rubén Darío durante la estancia de éste en San Salvador para acercarse más al poeta nicaragüense. La correspondencia cruzada con él empezó a ser más abundante, la confianza y la amistad entre ambos crecieron y Valle se animó a enviar a Darío sus trabajos poéticos, sobre todo los que en su opinión no habían sido justamente apreciados en su natal Honduras.
Aún no cumplía un año de residir en Mobile, Alabama, cuando Valle fue llamado por el gobierno hondureño para que se hiciera cargo de su Consulado en Belice. Muy pronto supo que esta nueva oportunidad de convertirse en una importante figura diplomática la había propiciado el doctor Alberto Membreño. El reciente nombramiento le significó una mejoría económica y un ascenso en la carrera consular, a la que en este momento se hallaba entregado. La poca actividad diplomática le permitió enriquecer su vida intelectual gracias a sus trabajos literarios y periodísticos, los que constantemente enviaba a los hombres de letras más destacados de la América hispana y que se publicaron en los principales periódicos latinoamericanos.
Cuando se suscitó, por segunda ocasión, la cuestión de límites Guatemala-Honduras, en 1919, fue nombrado secretario de la Misión Especial de Honduras ante el gobierno de Estados Unidos. Permaneció hasta el año siguiente en Washington, dedicado a la tarea encomendada por su gobierno y aprovechó algunos momentos libres para recolectar material en la Biblioteca del Congreso, el que utilizaría, posteriormente, en sus obras literarias e históricas. Cuanta oportunidad tuvo la explotó al máximo enviando colaboraciones literarias destinadas a publicarse en Revista de Revistas, que dirigía José de Jesús Núñez y Domínguez; La querella de México, de Martín Luis Guzmán y Revista Mexicana de Nemesio García Naranjo.
Durante todos los años en que estuvo alejado de México, Valle no dejó de crear obra poética y literaria. Entre 1913 y 1917, editó la colección de poemas Como la luz del día y El perfume de la tierra natal. En el género de relatos produjo Anecdotario de mi abuelo y entre sus trabajos bibliográficos Bibliografía maya. Debido a la correspondencia que por lo regular recibía de sus colegas mexicanos, en la que reconocían ampliamente su talento y su intelecto, volvió a sentir el llamado de México, donde había echado raíces que lo mantendrían atado siempre a él. “La imagen de México se me aparecía incesantemente en Washington durante mis días en aquella biblioteca”, recordaría años más tarde.
Por fortuna, al triunfo de la rebelión aguaprietista en 1920, se nombró rector de la Universidad Nacional de México a José Vasconcelos y secretario de la misma a Jaime Torres Bodet, quien escribió a Rafael Heliodoro Valle para decirle que el momento de retornar a México había llegado. Después de concluir los asuntos pendientes por la controversia de límites entre Guatemala y Honduras, y de aceptar la invitación que se le hacía, regresó en 1921 a territorio mexicano.
Nuestro país lo acogió por segunda ocasión y puso a su alcance buenas oportunidades de desarrollo profesional. El año 1921 fue determinante en la vida de Valle, pues de lo que habría de ocurrir a lo largo de él dependería su resolución de radicar aquí definitivamente. Su preparación como maestro normalista, la revolución cultural y en especial el progreso en los ramos de la instrucción y la educación, principales objetivos del obregonismo, se conjugaron para ofrecerle una espléndida oportunidad de colocarse en el magisterio.
Enterado Vasconcelos de la llegada de Rafael Heliodoro a México, de inmediato formalizó sus primeros nombramientos: secretario particular del director general de Educación Pública; jefe interino del Departamento de Publicaciones del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología; profesor de historia patria en la Escuela Nacional Preparatoria, y profesor de literatura mexicana e hispanoamericana en la Escuela Nacional Preparatoria, en sustitución del poeta Ramón López Velarde, a la muerte de éste.
Tales designaciones marcaron los derroteros de su obra, y, en una clara prueba de confianza y reconocimiento, el otrora rector le encargó que se pusiera en contacto con distinguidos intelectuales y hombres de pensamiento que por razones políticas o de otra índole habían abandonado México. Se trataba de efectuar una labor de convencimiento para atraerlos nuevamente al país e insertarlos en la magna labor educativa vasconcelista.
La cátedra de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria abrió a Rafael Heliodoro Valle las puertas de la docencia en la Universidad de México. Entre sus alumnos se encontraban Salvador Azuela, Miguel N. Lira, Rubén Salazar Mallén y Miguel Alemán. Acostumbrado a largas jornadas de actividad, no se conformó con dedicar su tiempo sólo a la docencia y a la preparación de sus cátedras. De manera paralela, se desenvolvió en el periodismo al colaborar en el diario El Universal e, invitado por don Rafael Alducín, en Excélsior, donde trabajó durante veinticinco años con indiscutible talento y desbordante energía. Aun con toda esa carga de trabajo, se dio tiempo para cursar las materias de literatura griega, lógica y metodología como alumno numerario de lo que unos años después sería la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Cuando el presidente Álvaro Obregón creó la Secretaría de Educación Pública en 1921, integró a tres departamentos: el Escolar, el de Bibliotecas y el de Bellas Artes. En el primero quedó comprendida toda la enseñanza científica y técnica en sus distintas ramas, tanto teóricas como prácticas. La creación de un Departamento de Bibliotecas respondía a una añeja necesidad, porque el país vivía sin los servicios correspondientes y su función complementó las de las escuelas para jóvenes y adultos. El Departamento de Bellas Artes tomó a su cargo, a partir de la enseñanza del canto, el dibujo y la gimnasia en las escuelas, todos los institutos de cultura artística superior, como la antigua Academia de Bellas Artes, el Museo Nacional y los Conservatorios de Música. Se establecieron también departamentos auxiliares, como el de enseñanza indígena y el de alfabetización.
Obregón nombró a Vasconcelos, como titular de la Secretaría de Educación Pública quien a su vez designó a Valle jefe de sección del Departamento Escolar. Esta nueva nominación le sirvió de plataforma para un apostolado que ejerció hasta los últimos días de su vida en este país: el de entusiasta forjador de México como lugar de cita de la intelectualidad hispanoamericana.
Con motivo de la celebración conmemorativa del centenario de la consumación de la Independencia de México en 1921, la Secretaría de Relaciones Exteriores de Honduras, nombró como su representante a Rafael Heliodoro Valle, al designarlo primer secretario de la misión acreditada ante el gobierno mexicano para asistir a aquella festividad. Simultáneamente, la Universidad de México, que participaba de manera activa en los preparativos, convocó a un certamen de poesía y nombró jurados del mismo a Joaquín Méndez Rivas, Alfonso Cravioto, José de Jesús Núñez y Domínguez y Rafael Heliodoro Valle. Gracias a este acontecimiento, Valle volvió a encontrarse con sus amigos Salvador Díaz Mirón, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Al finalizar la conmemoración, Jaime Torres Bodet, recientemente nombrado jefe del Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública, invitó a Valle a colaborar con él con el nombramiento de oficial primero, técnico perito instalador de bibliotecas.
Como parte de sus responsabilidades bibliotecarias, recibió la encomienda de asistir a una reunión de bibliotecarios en la ciudad de Austin, Texas, en representación de México. Ahí organizó y estableció la Asociación de Bibliotecas del Sur, promovió la fundación de una Sociedad Hispanoamericanista, en 1922, y revisó los acervos históricos de importancia para recabar material bibliográfico y hemerográfico que utilizó en sus futuras publicaciones. De regreso a la ciudad de México, lo esperaba abundante correspondencia de personalidades, tanto mexicanas como extranjeras interesadas en colaborar en la sociedad mencionada; destaca en ella la carta enviada por Artemio de Valle Arizpe, quien lo felicita por su iniciativa y lo llama “armador de las cosas bellas”, además de ofrecerle su amplia cooperación.
No obstante la intensa actividad de Rafael Heliodoro, a fines de 1922 publicó dos obras: Cómo era Iturbide, de temática histórica, y Ánfora sedienta, colección de poesías donde se percibe no sólo a un poeta, sino a un artista delicado y sutil y a un hombre de corazón efusivo. Antonio Caso, rector de la Universidad de México en ese entonces, al recibir el volumen que Valle le enviaba como obsequio, se apresuró a contestarle: “Muy querido amigo, he recibido de usted la gran bondad de su libro Ánfora sedienta, cuyo solo título produce un irascible y angustioso deseo de lectura. Como sé a priori que el texto ha de corresponder a la inspiración del rótulo, van a usted de antemano mis plácemes por su labor, así como la vieja y cordial estimación que le tengo.”
La colaboración de Valle con Torres Bodet no se circunscribió en ese año solamente a organizar bibliotecas en todo el suelo nacional, pues con ayuda de otros destacados colaboradores del Departamento de Bibliotecas, se consagraron a la tarea de multiplicar las colecciones de libros circulantes en los estados, organizar el funcionamiento de las bibliotecas anexas a los planteles educativos y fundar, en la capital y en las ciudades más importantes de la república, pequeños centros de lectura destinados a enriquecer los ocios nocturnos de los obreros.
Se editó un órgano de divulgación propio del departamento denominado El libro y el Pueblo, en el que se publicó un breve reglamento que se proponía definir el papel de las bibliotecas públicas y señalar, sin alardes burocráticos, las responsabilidades de quienes debían administrarlas. La índole de este tipo de bibliotecas no llevó a olvidar la realidad de México. Las letras patrias estuvieron representadas por poetas como Sor Juana, Urbina, Nervo, González Martínez y Díaz Mirón; el pensamiento político por Ignacio Ramírez, Justo Sierra y Emilio Rabasa; la filosofía por Antonio Caso; el costumbrismo por Ángel de Campo, Micrós y Guillermo Prieto.
La organización de bibliotecas en el país no fue la única actividad a la que Torres Bodet y su equipo de colaboradores se dedicaron. En diciembre de 1922 el director del Departamento y Bernardo Ortiz de Montellano empezaron a publicar en corresponsabilidad la revista La Falange, en ella colaboraron Rafael Heliodoro Valle y otros literatos como Julio Jiménez Rueda y Xavier Villaurrutia. Tras la búsqueda de material publicable en alguna de las secciones, el hondureño estableció correspondencia con todos los intelectuales mexicanos con quienes tenía amistad o que al menos conocía, y que se encontraban en el extranjero, como Alfonso Reyes y Luis G. Urbina, así como con autores latinoamericanos de la talla de Pedro Henríquez Ureña y Juana de Ibarbouru.
En su número de presentación la revista dio a conocer un poema de Ricardo Arenales, una página inédita de Ramón López Velarde, escenas coloniales de Jiménez Rueda, apuntes de viaje de Manuel Toussaint y un artículo de Rafael Heliodoro Valle titulado “El perfume en la Nueva España”. Tres secciones completaban el número: una de poetas Jóvenes, otra de literatura popular y la última de crítica de libros.
Esta publicación sirvió también para poner de manifiesto el fervor de los editores y colaboradores por la pintura mexicana. Cada número de la revista estaba ilustrado por un pintor: Adolfo Best, Diego Rivera, Carlos Mérida, Manuel Rodríguez Lozano, Abraham Ángel y Roberto Montenegro.
Cuando Plutarco Elías Calles llegó a la presidencia, Vasconcelos y Torres Bodet fueron sustituidos por los señores José Manuel Puig Casauranc y Moisés Sáenz, secretario y subsecretario de Educación, respectivamente; a consecuencia de ello, Rafael Heliodoro Valle dejó de prestar sus servicios en la Dirección de Bibliotecas y se dedicó a impartir sus cátedras y producir sus trabajos literarios. Sin embargo, pronto éstos fueron interrumpidos, pues el gobierno de Perú lo invitó a asistir a las fiestas del centenario de la Batalla de Ayacucho, adonde acudió acompañado de Antonio Caso y José de Jesús Núñez y Domínguez.
Durante aquellos festejos, Valle fue nombrado socio del Instituto Histórico del Perú y de la Sociedad Geográfica de Lima, y el presidente peruano Augusto B. Leguía le confirió el rango de Oficial de la Orden del Sol, creada por él conforme a la tradición de la que había fundado el prócer San Martín un siglo antes.
Entre 1925 y 1930, Rafael Heliodoro Valle combinó su actividad literaria con su quehacer hemerográfico. Sus colaboraciones en este terreno aparecen en publicaciones periódicas estadounidenses como The Hispanic American Historical Review y Revista de Revistas en México. Sus participaciones en El Universal y en Excélsior se distinguieron por lo bien escritas, por su amenidad y por su sabor de prosa literaria que atraía al lector acostumbrado a la tradicional sequedad reporteril. Fueron editadas sus obras El Convento de Tepotzotlán y Fray Bartolomé de las Casas, y, aunque se sabía su ciudadanía de origen, la entrega a temas mexicanos, patente en estos trabajos, era ya evidente.
Quienes conformaban el ámbito intelectual de nuestro país ya consideraban mexicano a Rafael Heliodoro, no sólo porque aquí había hecho sus estudios y porque aquí se desarrollaron su juventud y su inteligencia, sino porque había ganado las espuelas de oro de nuestra nacionalidad a fuerza de devoción, de estudio y de constancia.
En estos años, luchó para que, con el patrocinio del periódico Excélsior, se organizara y rindiera homenaje al poeta Salvador Díaz Mirón. La respuesta fue en verdad sorprendente, pues recibió innumerables muestras de apoyo, entre las que destacan la de Federico Gamboa, la de Xavier Villaurrutia y, por supuesto, la del mismo Díaz Mirón, quien con estas palabras respondió al ofrecimiento de Rafael Heliodoro Valle: “Admirado poeta, agradezco inmensamente el agasajo como una generosa caricia, que intelectuales muy superiores a mí, quieren hacer al más viejo versificador del país.”
Paralelamente a la organización de este evento, Valle intervino en otras actividades intelectuales. Invitado por su amigo Isidro Fabela, director de Acción Iberoamericana, participó en un ciclo de conferencias sobre temas hispanoamericanos compartiendo espacios con Hernán Robleto, Rafael Cardona, Horacio Blanco Fombona y Santiago Argüello. Colaboró con Bernardo Ortiz de Montellano en la elaboración de una serie de artículos sobre grandes personalidades de América representativas de la espiritualidad continental, como Vasconcelos y Rivera y Pereyra. La recompensa recibida por un año de ardua labor americanista fue su designación como miembro de la Sociedad de Geografía y Estadística de Guatemala.
Probablemente nunca imaginó Rafael Heliodoro Valle que la actividad realizada entre 1925 y 1930, y, en especial, el homenaje a Díaz Mirón le labrarían un largo camino de enriquecimiento y satisfacción intelectuales por el que transitaría el resto de su fructífera vida. Tantos meses de intensa labor al redactar cartas, girar invitaciones, proponer participaciones y solicitar apoyos económicos servirían para que fuera recordado nuevamente por amigos, conocidos y colaboradores del pasado que, por circunstancias ajenas a su voluntad, habían perdido el contacto con él.
Poco a poco, Valle volvió a recibir correspondencia de Rafael Altamira —presidente del Instituto Iberoamericano de Derecho Comparado—, de Máximo Soto Hall —encargado de la Sección Latinoamericana del periódico La Prensa y de la revista Plus Ultra de Buenos Aires—, quien aprovechó para invitarlo a colaborar con artículos sobre temas literarios, y de Miguel Ángel Asturias, que puso a su disposición la revista París-América con objeto de que le enviara los trabajos que considerara convenientes. También le llegó la invitación para colaborar en la Revista Mexicana de Estudios Históricos, y la Hispanic American Historical Review lo nombró editor asociado.
Los nueve años que transcurrieron de 1931 a 1940 fueron de plenitud intelectual para Rafael Heliodoro Valle. Durante este tiempo, desarrolló otra de las facetas importantes de su quehacer humanístico: la de bibliógrafo. No resultaron infecundos aquellos días dedicados a recolectar material en diversas bibliotecas estadounidenses y centroamericanas cuando, lejos de su natal Honduras y de México, anhelaba un refugio y alimentaba su espíritu con la riqueza de esos acervos, para no sucumbir anímicamente debido a las arduas tareas administrativas impuestas, más de una vez, por la carrera consular que desempeñaba en aras del bienestar de su país.
En esta ocasión la representación de Honduras en México lo había nombrado, por segunda ocasión, secretario de la Misión Especial que Honduras acababa de acreditar en Washington, para arreglar la cuestión de límites con el Río Motagua, aún pendiente con Guatemala. Tras cuatro meses de negociaciones, ambos países llegaron a un acuerdo y Valle pudo regresar a México.
Aquí se enteró de los cambios efectuados en la Secretaría de Educación Pública. En la Dirección de Bibliotecas se había colocado como titular al historiador Joaquín Ramírez Cabañas; en Bellas Artes, a Higinio Vázquez Santana, y en la Dirección de Publicaciones, a Salvador Novo. En los meses siguientes, amén de su labor en el magisterio y de sus tareas periodísticas que lo convirtieron en el más ubicuo colaborador de la mayoría de las publicaciones hispanoamericanas a lo largo de esta etapa, entregó para que se editaran multitud de trabajos bibliográficos y literarios de verdadera importancia, siempre animado por un mismo ímpetu: el de sentir constantemente en sus venas el pulso vital de América.
Un elevado porcentaje de la correspondencia que recibió a lo largo de estos años tenía como finalidad felicitarlo por su destacada labor intelectual en el periodismo y solicitarle nuevas colaboraciones en el ámbito bibliográfico, histórico y literario, vinculado principalmente con Hispanoamérica.
La fascinación de Valle por la historia y la literatura de México se reflejó en su actividad cotidiana, en la cantidad de nombramientos que aceptó para impartir cátedras, entre ellas, profesor de historia patria, de historia de México y de historia de América, además de profesor conferencista de historia, del grupo del Seminario de Historia de México, y de impartir conferencias en español con temas de literatura mexicana e iberoamericana, y en el número de obras que publicó, también relacionadas con ellos. En la visión del hondureño, ambos asuntos cobraban un sentido de dimensiones continentales, pues sus etapas, como piezas de rompecabezas, se iban uniendo hasta formar un perfil de marcado acento americanista.
Prácticamente en todos los ámbitos humanísticos, apareció la figura de Rafael Heliodoro Valle. Si de historia se trataba, se hacía indispensable consultarlo; sus reseñas, artículos y entrevistas se divulgaron en las revistas más sobresalientes de Hispanoamérica, al igual que en los diarios más prestigiosos. Durante los años referidos (1931-1940), contribuyó a impulsar la tarea literaria, histórica y bibliográfica en América Latina con una serie de publicaciones. Se le veía sin cesar en la cátedra, los congresos, las conferencias y las mesas redondas, prologaba libros y contestaba innumerable correspondencia.
Hasta 1935, las epístolas de contenido más interesante que recibió fueron las de Vito Alessio Robles, Armando de Maria y Campos —cónsul de México en Nueva Orleáns por aquellos días—, Isidro Fabela, Alfonso Taracena, Miguel Ángel Asturias, Mariano Azuela, Jaime Torres Bodet y José Vasconcelos. Aunque estas cartas cambiadas se refieren a diferentes asuntos políticos, culturales y universitarios, poseen un mismo denominador común: el reconocimiento a la labor intelectual de Valle.
Su copioso intercambio epistolar convocó también a personalidades de otros países latinoamericanos, entre ellos la escritora peruana Emilia Romero, que se convertiría posteriormente en su segunda esposa. Rafael Heliodoro Valle estableció con ella un puente hacia América del Sur, pues gracias a sus gestiones recibió ininterrumpida y oportunamente lo último en publicaciones sudamericanas y pudo colaborar en los principales diarios y revistas de esas latitudes. Con verdadero entusiasmo compartió con Emilia Romero la noticia del interés que había despertado en el doctor Fernando Ocaranza, Manuel Alcalá, Demetrio García, Carlos Santiesteban y otros estudiosos, su idea de rescatar la bibliografía hispanoamericana.
De su quehacer periodístico Valle supo hacer una verdadera especialidad. Ésta comenzó a gestarse con sus primeras colaboraciones en la revista de la Universidad de México. Con el título de “Diálogos” inició por muchos años una serie de entrevistas con destacadas personalidades. Perfeccionó el estilo empleado en ellas hasta darle un matiz único, muy característico e inconfundible. Posteriormente lo hizo extensivo a una sección especial que tenía en el periódico Excélsior. Algunos de los entrevistados durante 1933 fueron Aldous Huxley, Juan Marinillo, Jorge Vera Estañol, Berta Singerman, Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno.
Sus encuentros con los personajes más destacados de la literatura hispanoamericana constituyeron un remanso en el ir y venir de su actividad cotidiana. Hombre prolífico también en este ramo, entrevistó durante su vida a más de mil personajes; poseyó la cualidad de no repetirse nunca, de ser original en cada caso. Hizo que sus personajes sobresalieran en medio de un cuadro adecuado en cada ocasión, sin salirse nunca del género de la entrevista. Al revisar los textos propios de esta vertiente puede uno advertir que en ellos quedaron plasmadas las inquietudes de su paso por las letras.
El interés de Rafael Heliodoro Valle siempre fue más allá del simple afán periodístico, pues generalmente aprovechaba la oportunidad de cada entrevista para formalizar con sus interlocutores lazos académicos y culturales que más tarde Valle alimentaba y enriquecía hasta convertirlos, con el transcurso de los años, en sólidas amistades.
Fueron también muy satisfactorias las noticias recibidas en ese año de que los gobiernos de Nicaragua y Honduras, a través de sus respectivos ministros en México, le darían el apoyo necesario para publicar dos tomos de su obra Bibliografía de Centroamérica. Asimismo, por encargo del rector Manuel Gómez Morín se ocupó de la publicidad y prensa de la Universidad Nacional, así como de las cátedras de historia de México y de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria.
Su correspondencia y la documentación oficial de que fue autor son muy abundantes durante estos años, lo que ha permitido reconstruir su vida intelectual. Dos personas sobresalen de la nutrida fase epistolar de estos años: el doctor Timoteo Miralda, cónsul de Honduras en Mobile, Alabama, durante 1914 y la historiadora peruana Emilia Romero. Miralda suministró siempre a Valle noticias de los acontecimientos políticos de Honduras y le sirvió también como enlace cultural en Estados Unidos. Emilia Romero fue el puente que Valle necesitaba con la intelectualidad sudamericana.
Gracias a la distribución que la señorita Romero había hecho en América del Sur de las obras de Valle, éste recibió en 1935 la invitación de la editorial Ercilla, de Santiago de Chile, para colaborar en la publicación de trabajos referentes a historia, literatura y cultura general de México. Entusiasmado con este ofrecimiento envió la obra México imponderable. En ella, el ilustre ensayista, poeta, periodista e historiador hondureño expresa su cariño por nuestro país al que comprende bien, y le rinde un sentido homenaje.
Enamorado del paisaje mexicano, del encanto de sus valles, la majestad de sus montañas y el colorido de sus danzas indígenas y mestizas, así como devoto admirador de la magnificencia de los templos prehispánicos, Rafael Heliodoro Valle volcó su amor exquisito en las páginas de México imponderable, donde reunió leyendas, tradiciones, evocaciones, descripciones de parajes y cuadros de costumbres.
En cada pasaje, con brevedad periodística, el autor supo dosificar su portentosa erudición con el suave difumino de la poesía y presentar cuadros deliciosos donde la observación perspicaz, el conocimiento histórico y el amor por México se ligan estrechamente. Su pluma supo describir, como pocas, los rincones olvidados de nuestra República, donde hay una reja mejor forjada que las demás o una vieja fuente cuya agua ríe entonando una eterna canción.
Plasmó la ruta franciscana que varias veces recorrió en pos de un dato, de un libro o de un manuscrito que le mostraran un secreto, un paisaje o un personaje más del México desconocido al que dedicaba su esfuerzo cotidiano. Esa ruta le enseñó el amor de los indios para trabajar la piedra en ciudades coloniales magníficas: el romántico Guanajuato, que le descubrió el misterio de sus minas y le abrió la entraña de sus calles, y la austera Oaxaca, que le ofreció el encanto de su cantera verde, de su enigmática Montealbán y de su fastuoso Santo Domingo. De todos los rincones del país, Rafael Heliodoro Valle tuvo un grato recuerdo siempre, y justamente con evocaciones y remembranzas de los mismos conformó la obra de la que se hace mención.
Libro macizo donde son gemelas la referencia histórica y la alusión poética, de sus páginas se desprende el aire legendario de México en que el indio es el personaje central, encarnación de los dioses mayas, abuelo del cacique Lempira de Honduras y descendiente también, por alegoría, de Moctezuma Ilhuicamina. Aparecen también el cacique Tecampa y su ejército convertidos, por el padre de la bella princesa a quien él amaba, en las rocas altas, cuya imagen se refleja en las aguas lacustres de Mexicapán.
México imponderable no es únicamente un libro elaborado con el idioma de las leyendas —vedado a muchos porque sólo un amor como el que Valle sintió por México permite entenderlo—: es también un repertorio de símbolos como el jade y el maíz, y un homenaje a las bellezas naturales propias de nuestras costas e islas. Para describirlas recurre Rafael Heliodoro Valle a la filigrana de la prosa y la metáfora, a imágenes precisas, a personajes históricos rescatados gracias a los hondos y valiosísimos conocimientos de historia del autor.
Cada relato es una fiesta de colores en que desfilan Oaxaca con sus mujeres, “cuyo andar es un lento vaivén de procesión en una noche cuajada de sortilegios y olorosa de frutas”; Tabasco, tierra de las doscientas mil maravillas; Cozumel, descrita por Valle como una lírica isla del mapa de México, que es como una boya que se enciende y se apaga, con un clamor de campana que hace resonar presagios misteriosos; Jalapa, tierra de la hierbabuena y de la risa, donde estalla el perfume frenético de la vida y el agua azulea en las fuentes convidando a beber olvidanzas.
Sobresale en México imponderable el manejo de la prosa de perfecta claridad, siempre joven, fluida y poblada de imágenes deslumbrantes. La trabajó el autor para descubrir raras piedras preciosas y dar a cada vocablo el valor justo, al ubicarlo en un mundo de belleza que se eleva muy por encima de la vulgaridad cotidiana. El escritor hondureño con característico estilo lírico, lleno de fragancia, pintó el paisaje mexicano.
Este libro es también evocación poemática y construcción histórica. México aparece en sus tradiciones, leyendas y consejas, en lo que posee de fuerte y de sutil; en una palabra, en aquello que encierra de imponderable, y a la vez de tangible y ponderable.
Rafael Heliodoro Valle fue a los pueblos, se detuvo ante el detalle barroco de una puerta, la blanca arquitectura de una iglesia y la sorprendente joyería de plata y jade que nace como un milagro en las habilidosas manos de los orfebres. Supo dar realce a la loza torneada amorosamente y a los tejidos que aprisionan los más vivos colores vegetales, y alabó la figura estática del indio siempre en actitud meditativa, el amplio y seco paisaje erizado de cactos, las frágiles embarcaciones de Pátzcuaro que parecen grandes mariposas del agua, las balsas cargadas de flores de Xochimilco, las imponentes siluetas de las pirámides de Teotihuacan, y todo cuanto de original y bello hay en nuestro país quedó plasmado en las páginas de México imponderable.
Bastaría leerlo para comprender lo que el ámbito mexicano ofreció a la personalidad de Rafael Heliodoro Valle, enriqueciéndola en sus terrenos más recónditos. Fue bajo el cielo de nuestro país donde se despertó su amor por las humanidades y adquirió su profunda cultura. Pero si bien es cierto que esta patria le proporcionó el espacio adecuado para que su labor literaria encontrara sus mejores resonancias, también lo es que el hondureño, agradecido, le retribuyó con creces tal generosidad, pues le profesó un amor enorme hasta el día en que murió.
La publicación de esta obra en 1936 desencadenó una amplia manifestación de comentarios sumamente halagadores. Rafael Heliodoro Valle recibió una nutrida correspondencia en la que se le felicitaba por la temática, el manejo del lenguaje, la fluidez y el colorido. De hecho, este libro convirtió a su autor en uno de los hombres de letras más respetados y admirados de su tiempo. Baste, para confirmarlo, la carta que le envió Andrés Henestrosa el 13 de abril de 1937: “Lo mejor que se puede decir de tu libro, es que le quita a uno las ganas de escribir, porque no podría uno olvidar ese modelo que pones. Costará trabajo mejorar el récord. Olvidando unas horas mi trabajo me he refugiado en él, donde la realidad ha sido superada, corregida y adulada hasta la perfección.”
El reconocimiento a su talento y a su obra literaria puso a su alcance otras oportunidades de ampliar su carrera académica. A partir de 1938, y hasta 1940, su producción fue en aumento al concluir su Hemerobibliografía de la cirugía mexicana en el siglo XIX, obra que incluye, más de quinientas cédulas con información sobre libros y artículos relativos al desarrollo de la cirugía mexicana decimonónica, al publicar también la Bibliografía de Ignacio Manuel Altamirano, la Bibliografía Maya y su trabajo denominado El espejo historial. Esta última le valió un especial reconocimiento por parte del destacado escritor don Artemio de Valle Arizpe, quien declaró que su libro era una joya y que a través de sus páginas había aprendido grandes cosas que hasta ese momento ignoraba.
En congruencia con la opinión de Valle Arizpe a la obra literaria de Valle, el destacado historiador don Luis González Obregón le encomendó al hondureño la organización de su epistolario y don Armando de Maria y Campos, reconocido novelista, lo invitó a colaborar en varios programas radiofónicos de la estación xew, actividad en la que no había incursionado hasta ese momento.
Hacia el final de la década de los treinta, la reputación de Valle era ya notoria también en el ámbito internacional. En 1938, la Universidad de Stanford, California, le ofreció trabajar ahí de tiempo completo. Dictó una serie de conferencias sobre temas hispanoamericanos en la ciudad de Washington y fue invitado a colaborar en el Boletín del Instituto de Cultura Iberoamericana con sede en Buenos Aires, Argentina, para redactar la bibliografía literaria de América Central y a colaborar en la Revista de Estudios Históricos, editada por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, en la parte correspondiente a la sección bibliográfica.
En los meses que Rafael Heliodoro invirtió para negociar las licencias laborales que le permitiesen residir con mayor estabilidad económica en California, publicó una obra póstuma sobre la vida del prócer hondureño Policarpo Bonilla, colaboró en la organización del I Congreso Internacional sobre la Enseñanza de la Literatura, celebrado en la ciudad de México en 1938 y, mediante su correspondencia con la peruana Emilia Romero, recolectó todos los datos históricos y documentos que pudo sobre la historia del Perú con la intención de utilizarlos durante su estancia en Estados Unidos. Sin embargo, el destino le tenía marcada otra ruta: su matrimonio con la señorita Laura Álvarez efectuado en el mes de octubre de este año.
La noticia de su matrimonio se propagó rápidamente y, de igual forma, empezaron a llegar las felicitaciones. Algunos destacados intelectuales aprovecharon sus misivas de congratulación para solicitarle o enviarle alguna colaboración. Tal fue el caso de Pedro Henríquez Ureña, quien le pidió enviara todas las adiciones y rectificaciones a la Bibliografía literaria de la América española para ser publicadas en el Boletín del Instituto de Cultura Ibero Americano.
Conforme pasaban los meses, su personalidad cobraba mayor relieve. Ante los acontecimientos derivados de la conflagración mundial, la conciencia de los intelectuales americanos se vio fuertemente sacudida. Se requería la intervención de todos ellos en una serie de actividades organizadas en pro de la paz del orbe. A ese llamado respondió con gran interés Rafael Heliodoro Valle cuando colaboró en la fundación de la Sociedad Amigos de Francia y en la revista Noticias Gráficas, ambas empeñadas en contrarrestar la fuerte propaganda beligerante que circulaba en México.
El afán cotidiano de Valle, su entrega a todo lo que favoreciera a Iberoamérica y su erudición puesta a prueba durante tantos años de brega periodística fueron recompensados con la mayor presea consagrada a tan destacada actividad: el premio Marie Moors Cabot, distinción que se le entregó el 6 de noviembre de 1940 en la Universidad de Columbia. Por esa fecha, su colaboración era constante en los periódicos Novedades y El Nacional, de México, D. F.; Diario de Yucatán; El Norte de Monterrey; La Prensa, de San Antonio Texas; La Opinión, de Los Ángeles; El Imparcial, de Guatemala; Diario de la Marina, de La Habana; La Noticia, de Managua; El Diario de Hoy y el Diario Latino, de San Salvador; El Día, de Cali, Colombia; La Crónica y El Comercio, de Lima, y el Diario de Costa Rica.
La década comprendida entre 1940 y 1950 fue para Rafael Heliodoro Valle de intensa actividad intelectual, logros académicos y participación política, esta última a favor de su natal Honduras. Recibió los nombramientos de miembro del Instituto Mexicano-Argentino de Cultura, de presidente de la Academia Nacional de Historia y Geografía, de delegado en la III Asamblea del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, y de participante en el VI Congreso Mexicano de Historia, con la ponencia titulada “Viajeros en Jalapa”.
Conferencista en la Universidad de Texas, en la de Louisiana y en la de Tulane, y colaborador en Cuadernos Americanos, en Estampa y en las publicaciones periódicas de la Universidad de Oklahoma. En el ámbito de la investigación histórica Valle redactó y publicó obras de gran valor monográfico que van desde la cronología de sucesos hasta el campo de la exploración de curiosidades: La anexión de Centroamérica a México, obra en seis volúmenes cuya promoción se debió a Jaime Torres Bodet y la Subsecretaría de Relaciones Exteriores; Reales Cédulas puestas en letra de molde por la Imprenta Universitaria; Hombres de América que vio la luz gracias al interés de la Facultad de Estudios Jurídicos y Sociales de Buenos Aires, Argentina; Selección de escritos de José Cecilio del Valle, patrocinada por la Secretaría de Educación Pública de México; y Visión del Perú, Bibliografía cervantina en Hispanoamérica, Iturbide varón de Dios, Bibliografía del periodismo en Hispanoamérica, El paisaje americano y El pensamiento de América, editados por Espasa Calpe.
En el panorama literario dedicó también buena parte del tiempo a la investigación y dentro de ésta tuvo preferencia por algunos temas; uno de ellos fue el de Rubén Darío, que exploró en el recuerdo de los contemporáneos del gran poeta de Chocojos y para llevar a cabo su cometido entrevistó a poco más de cien personas que conocieron al gran poeta del modernismo. El mismo proceso lo utilizó con Enrique Gómez Carrillo, José Asunción Silva, Porfirio Barba-Jacob y otras figuras, alrededor de las cuales tejió más con la imaginación que con la historia verdadera.
Como literato, Valle produjo también, en el lapso a que se ha hecho referencia, trabajos importantes como Joven poesía moderna de Méxic
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